Por Alberto J. Olvera de Proceso.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Enrique Peña Nieto y el PRI ganaron las elecciones con un fuerte déficit de legitimidad y sin lograr la mayoría parlamentaria. La gobernabilidad, esa ansiada meta de su abusiva campaña, se muestra elusiva. El presidente electo llega al poder con un importante cuestionamiento moral, obligado a pactar con los poderes fácticos, y en la urgencia de reformar áreas completas del Estado mexicano tan sólo para darse a sí mismo unos años de gobernabilidad y evitar un rápido deterioro de un Estado en proceso de descomposición. Es dudoso que pueda salir de los laberintos políticos que él mismo ayudó a construir, por lo que la restauración que su triunfo representa será precaria e inestable.
No puede encontrarse a un “reformador” peor dotado que Peña Nieto, quien radicalizó la naturaleza intrínsecamente tramposa del PRI: montó un operativo financiero que implicó fraude fiscal, tal vez lavado de dinero, saqueo de las arcas públicas y uso indebido de los programas gubernamentales; forzó a miles de funcionarios públicos estatales a violar la Ley de Responsabilidades al usarlos como operadores electorales; estableció pactos con los poderes fácticos a través de contratos amañados y esquemas de financiamiento ilegales; aseguró a los sindicatos corporativos que sus intereses mafiosos serán respetados. ¿Puede un presidente con estas ataduras y vicios políticos reformar al Estado que lo prohijó?
El patético desempeño de las instituciones, ante todo de la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (Fepade) y del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), no ayuda a Peña Nieto a superar el déficit de legitimidad que tiene frente a los sectores más informados de la sociedad. Ambas instituciones actuaron en la peor tradición de la justicia mexicana: pusieron en la víctima la carga de la prueba, sin investigar por sí mismas, como podrían y deberían hacerlo conforme a sus potestades legales, los patentes delitos en que incurrió el PRI en el proceso electoral. Las penosas resoluciones del máximo tribunal electoral no pueden más que alimentar la sensación de abuso y violación de derechos que experimenta un significativo sector de la sociedad.
El grupo de Peña Nieto decidió pasar por encima de leyes e instituciones apostando por una victoria arrasadora que garantizara al PRI la mayoría absoluta en las cámaras de senadores y diputados, de tal forma que el nuevo presidente pudiese realizar todas las reformas que considerara pertinentes sin verse sometido a negociaciones costosas. Se trataba básicamente de completar las reformas del ciclo neoliberal que fueron detenidas por el propio PRI a lo largo de los dos gobiernos panistas (las relativas al ámbito laboral y fiscal, así como a la apertura de Pemex a la inversión privada), necesarias para dar viabilidad a la frágil economía nacional, y algunas reformas políticas que, sin poner en riesgo la hegemonía priista, permitieran modernizar algunos aspectos del Estado mexicano (reformas del federalismo, de lo penal, la correspondiente al reflotamiento de las agencias reguladoras, y, tal vez, otra electoral). Esta última agenda ha quedado por ahora pospuesta, ante la urgencia de modificaciones que atiendan los vicios más patentes del reciente proceso electoral, y que resuelvan el déficit de legitimidad originario: la “agencia anticorrupción”, el fortalecimiento de la agencia federal de trasparencia y la regulación de la publicidad gubernamental en los medios.
Hay un problema aquí: ¿Con qué autoridad moral puede Peña Nieto proponer la creación de una Comisión contra la Corrupción? ¿Acaso no es demasiado cinismo aceptar que urge regular la relación entre gobierno y medios de comunicación después del pacto Televisa-Peña Nieto?; más descaro aún se requiere para proponer el “fortalecimiento” del IFAI con el fin de que obligue también a los estados a “transparentarse”, después de que el PRI de Peña permitió que Calderón minimizara y sobajara a la institución, además de que en todos los estados los gobernadores se burlan de la transparencia y de la rendición de cuentas.
Ahora bien, dado que el PRI no alcanzó la ansiada mayoría parlamentaria, y puesto que varias de las reformas necesarias requieren cambios constitucionales, el PRI se verá obligado a negociar con el PAN la agenda de fondo. Pero, ¿con qué bases pueden los peñistas pedir cooperación al PAN después de que bloquearon a Calderón varias de las reformas que ahora pretenden impulsar?
Para salir de estas contradicciones, parece estar en marcha un maquiavélico pacto entre Peña y Calderón para impulsar desde ya las reformas políticas de coyuntura y la reforma laboral, de tal forma que Calderón reciba el “mérito histórico” sobre ellas y el PAN sea forzado a apoyarlas, en la hipótesis de que el PRI también se disciplinará a las órdenes del presidente electo. Urge materializar el pacto ahora que Calderón aún controla el PAN. No sabemos qué suerte tendrá esta primera apuesta a la negociación a espaldas de la nación. Pero sin duda el PAN y el PRI saldrán lastimados y divididos.
La clase política busca oxígeno en sus pactos intra-élite, mientras la sociedad civil reacciona todavía con debilidad y sin rumbo claro. Lo cierto es que las afrentas son muchas; los problemas, muy profundos, y los espacios de acción del Estado, estrechos. El conflicto será la regla de los meses por venir, por lo que la plena restauración no podrá consumarse.
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